Hoy en día podemos encontrar en el mercado una gran cantidad de modelos que equipan motores turboalimentados, y aunque ahora estemos más que familiarizados con ellos hace varias décadas eran auténticos desconocidos que hicieron sus primeros «pinitos» en la industria de la aviación y naval. La inducción forzada o sobrealimentación fue de dudosa fiabilidad en sus inicios ya que se la consideraba «indeseable y poco rentable«, pero gracias a diferentes modelos como el Chevrolet Corvair hoy en día toda la industria automovilística ha evolucionado para obtener motores más potentes y eficientes.
Pero antes de echar la misma atrás debemos entender cómo funciona un turbo, cuál es su uso y qué conseguimos gracias a este. El principal objetivo que tiene este sistema es el de quemar combustible de forma más eficiente para conseguir una explosión mayor, gracias a lo que obtendremos cifras de par y potencia más elevadas aprovechando los gases de escape del mismo motor. Al introducir el aire a presión dentro del motor conseguimos que toda esta energía que antes se perdía a través del escape fuera utilizada de forma más eficaz, disminuyendo también las emisiones.
Un turbo está divido en dos cuerpos, uno de ellos es el cuerpo asociado al escape y otro cuerpo en la parte de admisión de aluminio. El primero es de hierro fundido ya que tendrá que soportar altísimas temperaturas que pueden superar los 600ºC. Una turbina comunica ambas partes y los gases del escape fluyen a través de esta haciendo que se mueva a gran velocidad hacia el tubo de escape, por otro lado la turbina de compresión suministra el aire proporcionado desde el filtro y llevado hacia el motor con una sobrepresión que generará este plus de potencia y par.
Una vez hemos entendido mejor cómo funciona el turbo hay que hablar de su inventor, el suizo Alfred Büchi, un hombre que ya en 1903 comenzó a experimentar con un sistema muy primitivo de turboalimentación pero que sentaría las bases para los motores turbo que encontramos en la actualidad. En 1905 registró una patente en la que ya explicaba que los motores de combustión interna perdían hasta dos tercios de su energía en forma de calor por el tubo de escape. Su misión era solventar este problema, y con ese invento tan rudimentario señaló los principios de una tecnología prácticamente iguales a los que tenemos hoy en día.
En sus inicios experimentales Alfred Büchi trató de enseñar al mundo cómo su invento podía ser útil en la industria aeronáutica para aumentar la potencia de los motores en el aire. Sin embargo, su propuesta inicial no funcionó como él pensaba y planteaba ciertos errores importantes como una falta de sobrealimentación necesaria. Algunas empresas a las que presentó su invento no lo vieron con buenos ojos y dieron a Büchi de lado junto con su invento.
Años más tarde, y tras conseguir solventar una serie de errores surgidos en la fase inicial volvió a patentar un sistema mejorado en 1915, ya en 1925 su éxito se consumó cuando consiguió acoplar un turbo compresor a un motor diésel. Aquí encontramos una de las claves de este sistema, y es su gran eficacia una vez asociado a las mecánicas diésel. Otro hito en la historia de los motores turboalimentados llegó con el Chevrolet Corvair que fue lanzado al mercado americano en 1962, era el primer coche que incorporaba esta tecnología.
Bautizado en su inicio como «El Porsche de los pobres» por sus semejanzas con el Porsche 356, el Corvair era un vehículo con unas prestaciones muy atractivas para la época. En un inicio equipaba un motor bóxer de seis cilindros pero más tarde llegaría el Corvair Monza Spyder que escondía un motor turbo refrigerado por aire.
De sus 80 CV iniciales pasó a desarrollar 150 caballos de potencia y 285 Nm de par entre 3.200 rpm y las 3.400 rpm, que lo convirtieron en un coche rápido y más potente. Sin embargo, al carecer de una válvula de descarga General Motors tuvo que introducir algunas modificaciones en el motor. Poco después aterrizaría también en el mercado un nuevo motor, también turbo bautizado como Turbo Rocket, basado en un V8 de 3,5 litros y desarrollado por Oldsmobile. Con el paso del tiempo surgieron diversas averías que lo condenarían a su desaparición, dada su baja fiabilidad.
Aunque este primer paso en la industria del motor no fue exitoso y finalmente Oldsmobile tuvo que ofrecer de forma gratuita la conversión de los motores al sistema tradicional surgieron años más tarde nuevos modelos que también apostaron por la sobrealimentación. El BMW 2002 Turbo fue uno de ellos, que fue lanzado el mercado en 1973 pero duró poco como consecuencia de problemas dado que sufría un gran retraso el sistema del turbo y consumos de combustible disparados. Todo cambió con la llegada del Porsche 911 Turbo, que en 1974 se convirtió nada menos que en el coche de producción más rápido del mundo.
Solo unos años después, en 1978 llegaría el Saab 99 Turbo, otro clásico que gracias al turbo aumentó su potencia hasta en un 44%, lo que le permitió unas cifras de 145 CV a 5000 rpm, y su par se elevó un 37%, hasta los 235 Nm. Un coche que sorprendió en la época por su gran combinación de confort y prestaciones. Pero si hay un coche que cambió profundamente la historia de los motores turbo es el Mercedes 300SD, o la prueba de que el efecto del turbo en los motores diésel era mucho más profundo. Ya que el ciclo de combustión de un diésel depende de una alta compresión y eficiencia del motor quedo demostrado que los turbodiésel tenían un gran futuro por delante.
Es entonces cuando llegó Maserati y se preguntó ¿Y por qué detenerse en uno y podemos poner dos? Con esta pregunta surgieron los motores biturbo, y el primer vehículo en equiparlo fue el Maserati Biturbo. La teoría decía que al usar dos turbos en paralelo reduciría el «lag» del turbo pero en la práctica eso no ocurría siempre aunque sí permitió obtener cifras mucho más grandes de potencia. Esto mismo lo demostraría Porsche años más tarde con el lanzamiento del Porsche 959, el que está considerado uno de los precursores de los superdeportivos modernos.
Llegados a este punto queda preguntarnos ¿Y ahora? El futuro de la turboalimentación pasa -cómo no- por la electrificación, los conocidos como «e-turbochargers» prometen una gran revolución en un futuro no muy lejano. Y mientras que los turbocompresores que hoy conocemos convierten los gases de escape en la electricidad para alimentar el compresor, lo e-turbocompresores desviarían esa parte de energía eléctrica a un condensador. Este almacenaría la energía de una forma muy similar a los KERS en Fórmula 1 y funcionaría alimentando al compresor cuando el turbo no está disponible a las revoluciones óptimas.