Estoy seguro de que todos sabéis lo que es un crash test dummy. Su traducción literal a nuestro idioma sería algo así como maniquí para ensayos de choque, refiriéndonos al tipo de muñeco antropomórfico que se utiliza para las pruebas de seguridad de los automóviles. Sin embargo, ¿qué pasaría si os dijéramos que estas pruebas no solo se hacen con muñecos sino también con cadáveres e incluso con seres humanos vivos?
Pues sí, antes de que se generalizase el uso de crash test dummies (e incluso en la actualidad), se obtenía información de los daños que podían sufrir los pasajeros de los vehículos usando cadáveres, personas y animales. Al fin y al cabo, pensad que los coches se generalizaron hace poco más de un siglo y los dummies no aparecieron hasta 1971. En el vídeo podéis ver algunas de las primeras pruebas de choque que se hicieron.
https://youtu.be/A7tNczOW6tY
Pero vayamos por partes. Empezaremos la historia hablando de Mary Ward, una mujer irlandesa de 42 años que se presume que fue la primera víctima mortal documentada de un accidente de automóvil. Mary viajaba como pasajera en un coche con su marido y otro pariente cuando en una curva volcó y fue atropellada por la rueda trasera, falleciendo en el acto. Esto ocurrió en Parsonstown, Irlanda, el 31 de agosto de 1896. Desde entonces, más de 30 millones de personas han fallecido en todo el mundo a causa de accidentes automovilísticos.
La necesidad de contar con medios de análisis y desarrollo de métodos de mitigación de los efectos de los accidentes de vehículos sobre las personas fue evidente después de que la producción a gran escala de vehículos comerciales comenzara a fines de los años 1890. Hacia 1930, con el automóvil incorporado como parte de la vida cotidiana, el número de muertes por accidentes con automóviles se estaba convirtiendo en un tema muy preocupante. Concretamente, la tasa de muerte era superior a 15,6 muertos por cada 100 millones de millas/vehículo y continuaba aumentando.
Os podéis imaginar cómo eran las cosas en aquella época. El interior de un automóvil no era un sitio precisamente seguro, pues el salpicadero era metálico, la columna de la dirección no era colapsable y las perillas, botones y palancas eran todo un peligro en caso de choque. Por no hablar de que no existían los cinturones de seguridad y en caso de un choque frontal los pasajeros que atravesaban el parabrisas sufrían heridas de consideración o morían. Además, el cuerpo del automóvil era rígido, y las fuerzas de impacto se transmitían directamente a los ocupantes del automóvil. Nada mejor que ver en vídeo el crash test de un Simca 1000 de 1978 para que os hagáis una idea.
Las pruebas con cadáveres: un tema del pasado, del presente y del futuro
Aunque es un tema que suscitó mucha polémica en España en el año 2013 -fecha en la que la Universidad de Zaragoza llevó a cabo un cambio de dummies por cadáveres en crash test-, lo cierto es que en los inicios de las pruebas de seguridad todavía no existían muñecos. En primer lugar, os explicaré como empezó todo para que, posteriormente, podáis entender por qué ha vuelto a “ponerse de moda” esta práctica.
Aunque a finales de la década de 1930 el campo de la Biomecánica estaba todavía en sus inicios, la Universidad Wayne State de Detroit (sí, el mismo estado de Michigan en el que los grandes fabricantes de coches de EEUU tienen su sede) fue la primera que comenzó a recolectar información de forma sistemática sobre los efectos que los choques a alta velocidad producen en el cuerpo humano. Por desgracia, no existían datos confiables sobre la respuesta del cuerpo humano al ser sometido a condiciones extremas, ni tampoco existían herramientas adecuadas para medir estas respuestas, así que se decidió experimentar con cadáveres.
https://youtu.be/w9JvGDIcuKk
Y estaréis pensando que metían el cadáver en el coche y lo estampaban contra una pared, pero no, eran algo más espartanos. El objetivo era obtener información fundamental sobre la capacidad del cuerpo humano para resistir las fuerzas de aplastamiento y desgarro que típicamente ocurren durante un accidente a alta velocidad, así que para ello, en lugar de simulaciones de accidentes, lo que se hacía era dejar caer bolillas de acero sobre los cráneos o lanzar los cuerpos por vanos de ascensores en desuso, cayendo estos sobre plataformas metálicas. En los mejores casos, los cadáveres eran cubiertos con vendajes y se les inyectaba un líquido similar a la sangre para, posteriormente, proveerles de acelerómetros rudimentarios, sujetarles al vehículo y simular los impactos frontales o el vuelco de vehículos.
Debido a los requerimientos sanitarios, éticos y legales que esta clase de pruebas exigen, ni siquiera los fabricantes de automóviles suelen llevarlas ya a cabo -aunque haya habido extensos estudios al respecto de marcas como Ford o GM-. En el pasado, muchos incluso han llegado a negar su participación directa en “semejantes programas”.
Lógicamente, a las cuestiones éticas y morales de trabajar con gente fallecida se sumó el problema de que la mayoría de los cadáveres disponibles eran de adultos caucásicos de edad avanzada –este estudio de la NHTSA establece la edad media en 72 años–, es decir, aquellos que habían fallecido de muertes no violentas (no era posible utilizar cadáveres de víctimas de accidentes dado que la existencias de daños y heridas previas afectaba a la calidad de la información que se quería obtener con los experimentos); por lo cual no eran demográficamente representativos de las víctimas de los accidentes. En consecuencia, los datos e información biométricos eran limitados y sesgados hacia el hombre blanco de edad avanzada.
Si bien esta práctica era un poco salvaje y muchos estaréis pensando que benditos dummies, no podemos olvidar que en realidad estos no dejan de ser reproducciones de arcilla, goma, plástico y metal de un cuerpo constituido en un 80% de agua y sustentado por un esqueleto óseo. La necesidad de validar los resultados obtenidos en los crash tests, así como de conseguir la máxima biofidelidad posible -similitud entre el muñeco y un cuerpo humano real- de los propios dummies, ha llevado a que a día de hoy tengamos que volver a recurrir a lo más parecido que existe bioanatómicamente a un ser humano vivo: un ser humano muerto.
En la actualidad, solo existen alrededor del mundo siete centros autorizados para manipular cuerpos humanos en pruebas de impacto y todos ellos son institutos universitarios (debido a temas legales, antes solo podían realizarse en EEUU). El primero de ellos fue la ya mencionada Wayne State University, pero poco a poco se han ido sumando universidades de otros países. Nosotros os vamos a hablar del caso que más cerca nos pilla: el Instituto de Investigación en Ingeniería de Aragón, perteneciente a la Universidad de Zaragoza, al que la Comisión Europea ha concedido el desarrollo del proyecto ‘Bio-Advance’, una investigación pionera a nivel mundial donde los crash test se harán con cadáveres.
El programa, que comenzó en 2013 y tenía prevista una duración de dos años, busca hacer ensayos con personas que donaron su cuerpo a la ciencia a fin de “avanzar en la comprensión de la cinemática tridimensional de la columna vertebral ante impactos laterales y oblicuos, además de generar el conocimiento que las empresas necesitan para conseguir que sus productos sean más seguros”, tal y como declaraba el coordinador del estudio, Juan José Alba López.
Según las previsiones iniciales, un total de seis cuerpos han pasado por el Laboratorio de Tecnologías y Sistemas para la Seguridad en Automoción (TESSA), con sede en el parque tecnológico del circuito Motorland de Alcañiz (Teruel). Debido a las exigencias éticas, uno de los primeros pasos es firmar un convenio con el centro coordinador de donación de cadáveres, ya que en este sentido, los difuntos no solo estarán sometidos al mismo código deontológico que si estuviesen destinados a servir a la ciencia desde la mesa de prácticas de una facultad, sino que estarán afectados por un plus ético. “Lo primero que haremos es informar a la familia del fallecido del uso que se le van a dar a sus restos. Cuando una persona dona su cuerpo a la ciencia no se imagina que vaya a tener un uso tan particular, por eso pedimos la autorización a sus allegados”, apuntaba Francisco J. López Valdés, ex-ingeniero del centro de biomecánica aplicada de la Universidad de Virginia (EE UU), donde ha participado en una treintena de ensayos similares en los últimos cinco años.