Obtenida la autorización, se realiza un reconocimiento que certifique que el cadáver no tiene ninguna lesión -algo que por supuesto invalidaría los resultados-, así como pruebas para certificar que no existe ninguna enfermedad que pueda poner en peligro a quienes manipulen los cadáveres, tales como el sida o la hepatitis. Pasadas estas pruebas, se procede a instalar los oportunos instrumentos de medición en aquellos puntos clave de la anatomía como el esternón, la cabeza o la columna vertebral. El cadáver está vestido con la indumentaria habitual de los dummies y además se le cubre el rostro por cuestiones éticas: “Es una señal de respeto y también se pretende evitar que pueda ser reconocido por cualquier persona que participe en el experimento”, precisa López Valdés.
Una vez concluidas las pruebas de impacto, el alcance de las lesiones sufridas por el cuerpo es analizado mediante un escáner, tecnología cedida para el proyecto por la Mutua de Accidentes de Zaragoza. Normalmente, los cadáveres solo son utilizados en un crash-test, aunque posteriormente resultan válidos para otros ensayos. López Valdés asegura que “los cuerpos quedan en bastante buen estado, que nadie piense que los lanzamos por los aires o algo parecido, por lo que pueden reutilizarse para ensayar prácticas quirúrgicas; se trata de aprovechar al máximo una donación tan generosa”, pero en cualquier caso, es de nuevo la familia del difunto la que decide si prefiere cremar el cuerpo o destinarlo a otros fines científicos.
https://youtu.be/rW1wGa9wAmw
Volviendo de nuevo a la historia, con todo esto, a finales de 1950 los fabricantes de automóviles seguían pensando que no era posible concebir un automóvil tal que sus ocupantes pudieran sobrevivir a un choque, dado que las fuerzas en una colisión eran demasiado grandes y el cuerpo humano demasiado frágil. A pesar de ello, los diseñadores de automóviles se percataron de que quizá era el momento de comenzar a investigar otros métodos para que sus productos fueran más seguros e incidieron en este aspecto.
Los animales tampoco se libraron de los crash test
Al igual que hoy en día se usan animales en ensayos clínicos, en su día alguien tuvo la “brillante” idea de utilizarlos como crash test dummies. A mediados de la década de 1950 se había obtenido toda la información posible a partir de ensayos con cadáveres y recolectar nuevos datos sobre la capacidad de sobrevivir a los accidentes era ya una necesidad.
Esta necesidad, sumada a la escasez de cadáveres, forzó a los investigadores a buscar otros modelos para sus ensayos. Mary Roach en la ‘Octava Conferencia Stapp y demostración de impacto de automóviles’, indica la dirección en la cual se orientaron las investigaciones: «Vimos un chimpancé montado en un vehículo propulsado por cohetes, un oso en un péndulo de impacto e incluso vimos un cerdo anestesiado y sentado en el arnés de un columpio chocar contra un volante de automóvil a una velocidad de 10 millas por hora«.
Si bien, era más fácil obtener datos de pruebas con animales que a partir de pruebas con cadáveres, pero el hecho de que los animales no fueran personas y la dificultad a la hora de emplear instrumentación interna adecuada limitaba en parte su utilidad. Hoy en día ya no se practican pruebas con animales, pero General Motors dejó de realizar ensayos sobre seres vivos hace relativamente proco. Concretamente en 1993, cuando otros fabricantes tomaron la misma decisión. Según afirma este artículo del New York Times del 28 de septiembre de 1991, unos 19.000 perros, conejos, cerdos, hurones, ratas y ratones fueron asesinados durante la década de los ‘80 en las pruebas de seguridad de automóviles realizadas por General Motors.
Los seres humanos vivos en las pruebas de choque no son solo cosa del pasado
En vista de las desventajas que suponía usar cadáveres para los crash test, algunos investigadores decidieron servir ellos mismos como medio para realizar ensayos de choque. Normalmente estas pruebas se hacían a velocidades no superiores a los 9 km/h, velocidad suficiente para medir la aceleración del cuerpo pero demasiado bajas como para causar lesiones importantes a los voluntarios.
Aquí es donde interviene uno de los protagonistas de nuestra historia, el coronel de la fuerza aérea de los Estados Unidos, John Paul Stapp, un médico y biofísico que tras alistarse en 1944 en el ejército fue destinado al laboratorio de investigación de la fuerza aérea en la base de Wright-Patterson (Ohio), donde comenzó a trabajar en un proyecto sobre la resistencia de los asientos y arneses y la tolerancia humana a la aceleración y desaceleración.
Stapp entendió que estas simulaciones no servían de nada si no se obtenían datos exactos que permitiesen desarrollar su trabajo con mayor precisión, presentándose como voluntario a modo de cobaya humana para experimentar la desaceleración humana, es decir, el estudio de la capacidad del cuerpo humano para resistir fuerzas g (fuerza de la gravedad) que hasta la fecha se estimaba en 18 g (dieciocho veces la fuerza de la gravedad).
Para ello, en abril de 1947, Stapp viajó hasta la base aérea de Edwards (California), lugar elegido para las pruebas del desacelerador humano. Allí le esperaba un vehículo impulsado por cohetes equipado con un potente sistema de frenos hidráulicos en el que durante varios meses haría diversas pruebas variando la posición y el número de cohetes. En la prueba del 10 de diciembre de 1954 llegó a alcanzar una velocidad de más de 1.000 Km/h en cinco segundos (más rápido que una bala) y soportar 46 g cuando frenó en 1,4 segundos, una situación similar a chocar contra una pared conduciendo un coche a casi 200 km/h.
A pesar de que solía salir de los experimentos con múltiples fracturas y, en esa ocasión concreta, no veía nada porque sus ojos estaban llenos de sangre al estallarle varios vasos sanguíneos -Stapp prefería hablar de ello como “daños colaterales”-, su trabajo fue vital para el desarrollo de los actuales sistema de seguridad (asientos de eyección, cinturones de seguridad…), e igualmente para conocer los límites de resistencia del cuerpo humano. Gracias a él, la fuerza aérea construyó unas instalaciones para experimentar con automóviles y allí se llevaron a cabo las primeras pruebas de choque con los dummies, consiguiendo incluso que el presidente Lyndon Johnson firmase en 1966 una ley que obligaba a los fabricantes de coches a instalar los cinturones de seguridad.
A Stapp le siguieron otros valientes como Lawrence Patrick, un profesor de la Universidad de Wayne State que durante 15 años también realizó más de 400 viajes en un vehículo impulsado por cohetes. Sus estudiantes y él permitieron que un gran péndulo de metal chocara contra su pecho, que recibiera múltiples impactos de martillos rotatorios neumáticos y que soportara el impacto de pequeñas partículas de vidrio para simular la implosión de una ventana. Pero para no alargarnos en exceso, si alguien está interesado en conocer más detalladamente su historia podéis leer la entrevista que le hizo una periodista de la revista Salud (está en inglés), nosotros pasaremos a centrarnos en lo más curioso de todo esto, que es el hecho de que ¡A día de hoy todavía se hacen este tipo de pruebas con seres humanos!
https://youtu.be/QwhkKd2CeRg
Así es, os presentamos a Rusty Haight, experto en reconstrucción de accidentes de vehículos y Director del Collision Safety Institute, una institución que investiga sobre accidentes, da cursos de formación y ejerce de consultoría principalmente en los Estados Unidos, Canadá y Australia.
Desde junio de 2006, Rusty ha estado involucrado en más de 1300 pruebas de choque. Y no, no las ha visto desde fuera, lo más llamativo es que ese total incluye más de 1.000 accidentes provocados en los que él mismo era el conductor u ocupante de uno de los vehículos y en los cuales el 96% de las veces saltaba el airbag (algo que le ha llevado a ser conocido como «el crash test dummy humano«). Ha hecho de peatón al que se llevaban por delante, de ciclista atropellado, de conductor de autobús que se empotraba contra una pared… Vamos, un largo historial del que puede estar orgulloso y en el que lógicamente no falta el récord Guiness al “Ser humano que ha sobrevivido a más accidentes”.
Normalmente, para llevar a cabo su peculiar trabajo, utiliza vehículos facilitados por compañías de seguros o embargos de la policía, aunque a veces tiene que comprar él mismo los coches. Por un día completo de trabajo, Rusty cobra entre 2.000 y 3.000 dólares, aparte de los honorarios de su equipo (unas 10 personas) y el material que se va a emplear. No se vosotros, pero yo no tengo del todo claro si es un trabajo bien pagado…
Su trabajo es muy extenso, al igual que su larga carrera como especialista de accidentes. Por ello, a los más curiosos os dejamos este enlace de Car&Driver en el que hablan sobre él en profundidad (al igual que el anterior, está en inglés). Nosotros ahora pasaremos a hablar del último avance que ha dado la historia, los dummies.